Nunca entendí por qué mi madre insiste en estos viajes. ¿Qué tiene Poza Rica de interesante? El calor es sofocante, el aire huele a gasolina y las calles están cubiertas de polvo. Sin embargo, aquí estoy, en el asiento del copiloto, viendo pasar el paisaje como si fuera una película vieja y aburrida. Mi madre no para de hablar, pero apenas escucho lo que dice. No quiero estar aquí. Si fuera por mí, estaría en casa, en mi cama, en silencio. Pero no, "es importante pasar tiempo en familia", dice. Como si este viaje fuera a cambiar algo.
El carro sigue su camino, y yo solo cuento los minutos para que todo termine. Cada kilómetro me aleja más de lo poco que me mantiene cuerdo y me lleva a un lugar que me es indiferente.
—Siempre me sorprende cómo los árboles siguen creciendo después de perder tantas hojas —dijo mi madre, mirando por la ventana, rompiendo el silencio.
—Supongo que ya están acostumbrados a la pérdida —respondí, sin apartar la vista de la carretera—. Al final, siempre llega el invierno.
—Sí, pero la primavera también —insiste con su habitual optimismo—. Las hojas vuelven, aunque tarden.
—Algunas ramas no —dije, casi como un pensamiento en voz alta—. A veces lo que se pierde no vuelve. Se seca, cae, y simplemente deja de estar.
En ese momento, todo lo que no hemos dicho flota en el aire, tan pesado como el calor de afuera. Mis palabras eran más que una simple reflexión sobre los árboles; eran sobre nosotros, aunque ninguno lo mencionara.
Recuerdo el día que se fue a Monterrey como si fuera ayer. Me dijo que era temporal, que el trabajo no duraría mucho, que pronto estaríamos juntos de nuevo. Le creí. Le creí porque entonces no sabía que las promesas se rompen más fácil que el silencio. La vi alejarse sin saber que esa despedida marcaría el comienzo de un abismo entre nosotros.
Al principio, me llamaba seguido. Las largas conversaciones donde me contaba sobre su vida en el norte, lo ocupada que estaba, lo importante de su trabajo. Pero con el tiempo, las llamadas se hicieron cortas, esporádicas, hasta que un día simplemente dejaron de llegar. Como las hojas que no vuelven en primavera, pensé.
En esos años, aprendí a distanciarme para no sentir tanto su ausencia. Era más fácil no pensar en ella que enfrentar la verdad: que su vida ya no giraba en torno a mí. No lo decía, pero lo sentía. Cada mensaje tardío, cada promesa rota de visitarme, era una piedra más en el muro que construí entre nosotros. Y ahora, aquí estamos, compartiendo un viaje que no va a cambiar nada, al menos no para mí.
—Las hojas vuelven, pero no son las mismas —dije, rompiendo por última vez el silencio, como si fuera una conclusión a nuestra pequeña conversación anterior.
Mi madre solo asiente pensativa, mirando hacia adelante. Sabe, al igual que yo, que algunas cosas simplemente no vuelven.
El silencio vuelve a instalarse, pero ya no es incómodo, solo inevitable. Mi madre mantiene la vista en la carretera, pero de vez en cuando me lanza una mirada de reojo, como si esperara una señal de que estoy dispuesto a hablar. Yo sigo sin saber qué decir. Lo que me gustaría es estar en otro lugar, alejado de este viaje y de todo lo que representa.
—Nunca fue fácil para mí, ¿sabes? —dice de repente, rompiendo el silencio—. Irme, dejarte a ti y a todo lo que conocía. Pensé que lo hacía por el bien de los dos.
—Supongo que esa es la diferencia entre tú y yo —respondo sin mirarla—. Yo nunca pensé que irme fuera la solución de nada.
—No lo fue —admite—. Pero en su momento, parecía la única opción. No quería quedarme estancada, y pensé que al final todo saldría bien.
Su voz suena cansada, como si lo hubiera dicho cientos de veces en su cabeza antes de finalmente pronunciarlo. Y aunque no quiero, algo en su tono me hace bajar la guardia, si solo un poco. Sigo sin saber si este viaje va a cambiar algo entre nosotros, pero al menos estamos hablando, y eso es más de lo que esperé.
—Quizá sea tarde para decirlo —continúa—, pero lamento haberte dejado. No entendí lo que significaba para ti en ese momento.
Sus palabras caen en el aire, ligeras pero pesadas al mismo tiempo. No sé si es suficiente, pero tampoco tengo la energía para seguir discutiendo. A veces, simplemente ya no queda nada que decir.
—Ya pasó —respondo finalmente, sin emoción. No estoy listo para decir más, pero tampoco para seguir peleando con fantasmas del pasado.
El paisaje sigue cambiando lentamente. Árboles, montañas, casas pequeñas. De alguna forma, todo parece avanzar menos nosotros. Mi madre vuelve a mirar la carretera, y el silencio se hace presente otra vez, pero esta vez no pesa tanto. Es como si el ruido del motor fuera una especie de tregua entre nosotros, algo que no hace falta llenar con palabras.
—¿Sabes? —digo después de un rato, sorprendiéndome a mí mismo por hablar—. No sé si este viaje va a cambiar algo. Pero... estoy aquí, ¿no? Estamos, quiero decir.
Ella me mira por un momento, luego asiente suavemente sonriendo como si se contuviera la felicidad. Y en ese gesto, veo algo que no había visto en años en mí: un pequeño destello de comprensión, o tal vez solo esperanza. No sé qué va a pasar cuando lleguemos a Poza Rica, ni qué nos espera después de eso. Pero por ahora, sigo en este auto, contando los minutos, pero no tan desesperado como antes.
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